El hombre que se encontraba en la orilla, cerca de la barca, era alto, muy alto. La claridad de la luna estaba detrás de él, posada sobre el agua del río. Un ruido ligero le decía al niño, que se acercaba silenciosamente, que la barca se movía, contra el muelle o una piedra. Encerraba en su mano la pequeña moneda de cobre.
“Buenos días, señor”, dijo con una voz clara pero temblorosa, porque temía atraer demasiado la atención del hombre, del gigante, que estaba ahí, inmóvil. Pero el barquero, ausente de sí mismo como parecía estarlo, ya lo había visto, bajo los carrizos.
“Buenos días, pequeño”, contestó. “¿Quién eres?”
“Oh, no sé”, dijo el niño.
“¡Cómo que no sabes! ¿Es que no tienes nombre?” El niño trató de entender lo que podía ser un nombre.
“No sé”, dijo de nuevo, bastante a prisa.
“¡No sabes! ¿Pero sí sabes lo que oyes cuando te hacen una señal, cuando te llaman?”
“No me llaman.”
“¿No te llaman cuando debes volver a casa? ¿Cuando has estado jugando afuera y es hora de comer o de dormir? ¿No tienes un padre, una madre? ¿Dime, dónde está tu casa? Y el niño se pregunta ahora lo que es un padre, una madre; o una casa.
‘Un padre”, dice. “¿Qué es?” El barquero se sentó sobre una piedra, junto a su barca. Su voz llegó menos lejana en la noche. Pero primero había emitido una especie de risa.
“¿Un padre? Pues es el que te pone sobre sus rodillas cuando lloras, y se sienta junto a ti por la tarde, cuando tienes miedo de dormirte, para contarte un cuento”. El niño no contestó.
“Es cierto, muchas veces uno no ha tenido padre”, prosiguió el gigante como después de pensar un poco. “Pero entonces dicen que hay esas mujeres jóvenes y dulces, que encienden el fuego y nos sientan junto a él, que cantan una canción. Y cuando se alejan es para preparar unos platillos; se siente el olor del aceite calentándose en la olla”.
“Tampoco me acuerdo de eso”, dijo el niño con su voz ligera y cristalina. Se había acercado al barquero, que ahora callaba, oía su respiración pareja, lenta. “Debo cruzar el río”, dijo, “tengo con qué pagar el pasaje”.
El gigante se inclinó, lo tomó en sus manos amplias, lo colocó sobre sus hombros, se irguió y bajó a su barca, que cedió un poco bajo su peso.
“Vamos”, dijo. “Agárrate bien de mi cuello”. Con una mano detenía al niño por una pierna, con la otra plantó la vara en el agua. El niño se aferró a su cuello con un movimiento brusco, con un suspiro. Entonces el barquero pudo tomar la vara con las dos manos, la retiró del lodo, la barca se
alejó de la orilla, y el ruido del agua se amplificó bajo los reflejos, en sus sombras. Pasado un instante, un dedo le tocó la oreja.
“Oye”, dijo el niño, “¿Quieres ser mi padre?” Pero de inmediato se interrumpió, la voz quebrada por el llanto.
“¿Tu padre? ¡Pero si sólo soy el barquero! Nunca me alejo de las orillas del río”.
“¡Pero me quedaría contigo, a la orilla del río!“.
“Para ser un padre, hay que tener una casa, ¿entiendes?
No tengo casa, vivo entre los juncos de la orilla”.
“Me gustaría mucho quedarme contigo en la orilla”.
“No”, dijo el barquero, “no es posible. Y, ¡mira!” Lo que debe mirar es la barca que parece inclinarse cada vez más bajo el peso del hombre y del niño, que aumenta a cada instante. El barquero la empuja penosamente hacia delante, el agua llega a la altura del borde, pasa por encima de él, llena el casco con sus remolinos, alcanza lo alto de esas largas piernas que sienten desaparecer todo apoyo en las tablas curvas. Pero el esquife no zozobra, más bien parece disiparse en la noche, y ahora el hombre nada, el pequeño aún agarrado a su cuello.
“No tengas miedo”, le dice, “el río no es tan ancho, pronto llegaremos”.
“Oh, por favor, ¡quiero que seas mi padre! ¡Quiero que seas mi casa!”
“Hay que olvidar todo eso”, responde el gigante, en voz baja. “Hay que olvidar esas palabras. Hay que olvidar las palabras”.
De nuevo ha tomado en su mano la pequeña pierna, inmensa ya, y con su brazo libre nada en ese espacio sin fin, de corrientes que se agolpan, de abismos que se entreabren, de estrellas.
La violencia es el miedo a los ideales de los demás...
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